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Germán Samper, recorridos a lápiz por el arte del recordado arquitecto

Fotografías de Pablo Salgado

Es imposible imaginarse la historia de la arquitectura colombiana sin Germán Samper. Sus edificios se han convertido en símbolos de la cultura del país y sus proyectos urbanos en la demostración de que lo imposible es posible. Sus obras y sus libros forman parte del programa de todas las universidades del país; alumnos y profesionales de la arquitectura siguen estudiando la torre Coltejer en Medellín, la ciudadela Colsubsidio en Bogotá o el Centro de Convenciones de Cartagena.

Fue un dibujante cuidadoso y un viajero incansable; un convencido de que la única manera de ver y hacer arquitectura es recorriéndola y dibujándola. En esta entrevista, realizada en 2016, el arquitecto se tomó su tiempo para responder y contó historias íntimas y complejas que acompañaron a sus muchos proyectos. Mientras hablaba, se levantó de la mesa para tomar alguno de los libros que ha compilado su hija Catalina: doce tomos que recogen sus casi 5.000 croquis de viaje. Ella los ha ido escaneando y limpiando y los ha clasificado en estricto orden cronológico. Contó Samper que tenía un libro índice porque cada dibujo está marcado con número, fecha y lugar. Un elogio a la paciencia. Siempre se consideró un adicto al trabajo. Fue socio de su hija Ximena desde 1995 en la firma GX Samper Arquitectos Ltda. y algunas veces trabajó con su hijo Eduardo, también arquitecto. Su casa, que igualmente es su lugar de trabajo, es un oasis de paz y naturaleza en la caótica Bogotá; y una muestra de su investigación sobre vivienda productiva y de desarrollo progresivo.

Fue un dibujante cuidadoso y un viajero incansable; un convencido de que la única manera de ver y hacer arquitectura es recorriéndola y dibujándola

Foto:

Pablo Salgado

Recordamos en EL TIEMPO las palabras del arquitecto colombiano Germán Samper.

¿Por qué decidió estudiar arquitectura? La verdad, sabía qué no iba a estudiar, así que escogí arquitectura casi por descarte. No me gustaba la medicina, no me llamaban la atención las humanidades; iban quedando profesiones como algunas ingenierías y la arquitectura. Un recién graduado de bachiller toma decisiones por razones que la gente no entiende. Tenía dos tíos, uno ingeniero eléctrico que era gerente de la empresa eléctrica de la familia; otro que era arquitecto, muy simpático, que tocaba guitarra y cantaba muy bien. Ambos hicieron esfuerzos por orientarme, pero definitivamente el canto fue el que predominó.

La música lo siguió acompañando. Estuve en un grupo de jazz dirigido por un chileno, René Eyeralde, que trabajaba en el CINVA (Centro Interamericano de Vivienda). Eyeralde tocaba jazz en su tierra y añoraba la música, así que buscó hacer parte de un coro formado por la familia Samper; nos reuníamos todos los martes y nos divertíamos muchísimo. Este chileno tocaba el clarinete y decidió unirnos bajo sus instrucciones para tocar jazz; poco a poco fue saliendo algo: era una delicia ese encuentro de los sábados. Lo curioso es que de ahí surgió un trabajo de vivienda que para mí fue un cambio total: mi esposa estaba interesada en hacer unas viviendas y aprovechaba esos encuentros de jazz para explicarle a René lo que quería hacer. Él la animaba y así se empezó a formar el grupo de autoconstrucción que dio lugar al desarrollo del barrio La Fragua, en Bogotá. Ahí empecé a investigar sobre vivienda popular y fue mi esposa la que se empeñó en que había que sacar ese proyecto adelante. Terminamos haciendo 100 casas, inauguradas por el presidente Alberto Lleras en 1958.

Su esposa, Yolanda Martínez, contaba que, hablando con el conductor de su mamá sobre las ganas que él tenía de tener casa propia, empezó a darle vueltas a la idea de desarrollar un proyecto por autoconstrucción. Y que terminó metiéndolo a usted. ¿Lo ha impulsado a hacer otros proyectos? Ella me ha colaborado siempre. Cuando viajo, tengo obsesión por ver cosas buenas, que valgan la pena, y las dibujo. Los croquis de viaje requieren que uno viaje y eso toma tiempo. Yolanda me acompañaba al principio; después mi hija Catalina, desde los 12 años, se convirtió en mi compañera. Catalina me ayuda con los papeles, los lápices, me regaló una sillita plegable… porque no me había dado cuenta de que era indispensable estar cómodo para dibujar. Mi hija es mi disco duro, es la que ha ordenado mis dibujos.

A pesar de que esa decisión de estudiar arquitectura parece desprevenida, al final se convirtió en su pasión, en cuerpo y alma. Digo que tengo tres profesiones: la de un arquitecto con oficina a la que llegan clientes y se hacen diseños, se participa en concursos y licitaciones; otra que es la rama de la vivienda popular que, después de La Fragua, se convirtió en una investigación que todavía sigue. Soy socio de mi hija Ximena y nos llaman para desarrollar este tipo de encargos. Y la última profesión es ser dibujante, hacer los croquis de viaje; es un tema paralelo pero que se entreteje.

¿Algo más le apasiona? Me gusta escribir sobre arquitectura; no sé si lo hago bien o mal, pero me gusta. Ese trazo suyo lo caracteriza. ¿Cuándo empezó a dibujar? Realmente, en la escuela de arquitectura de la Universidad Nacional no nos enseñaron esto. Teníamos una clase que se llamaba algo así como “dibujo a mano alzada” y nos llevaban al cementerio Central a que hiciéramos ejercicios con las tumbas, un poco dramático, y de vez en cuando íbamos a La Candelaria. Pero nadie nos explicó que el dibujo era fundamental al viajar, que debíamos aprender a dibujar. Cuando me fui a Francia y entré al taller de Le Corbusier, en 1949, mi primer trabajo, junto con Rogelio Salmona, fue hacer unos dibujos para una ponencia del arquitecto para un CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna). Empezaban las vacaciones de verano y, como la oficina se cerraba durante un mes, nuestro plan era ir a Italia, aprovechar el congreso y hacer un recorrido por el país. En una conversación con Le Corbusier, en la que nos contó que se había formado dibujando por Italia, nos recomendó que no lleváramos cámara: “en su morral, metan cuadernos de apuntes, lápices, borradores, todo el material para dibujar; cuando vean algo que les interesa, dibujen. Es la única manera de aprender arquitectura, dibujándola”. Es un consejo fácil de dar y difícil de cumplir. Ya llevo 65 años dibujando. Hace poquito escribí una carta a Le Corbusier diciéndole: ¡Misión cumplida!

Sus dibujos son una abstracción de la ciudad o de una estructura arquitectónica. Hay muchos arquitectos que son casi pintores, como Dicken Castro o Gabriel Largacha. Pero mis dibujos no son eso, son un estudio de la arquitectura. A dibujar se aprende dibujando. En ese viaje que hice con Rogelio Salmona a Italia estuvimos 30 días dibujando, haciendo un poco mejor los últimos dibujos que los primeros. Hace poco fui a San Agustín y pasé un par de días dibujando piedras y paisaje; me fascinó. El año pasado estuve en la exposición Latin America in Construction: Architecture 1955–1980 del MoMA de Nueva York, en la que se presentó un trabajo nuestro, y además aproveché para dibujar. También, hace unos años, estuve en un congreso de arquitectura en Cali; me inscribí a un recorrido que ofrecían por las haciendas vallunas y, mientras todos tomaban fotografías, yo me senté a dibujar, a plasmar en esquemas las sensaciones de lo que estaba viendo. Los croquis son la memoria del arquitecto.

Ilustración de Germán Samper de las casas de la calle 100.

Dibujo en dos etapas: primero a lápiz, y luego retiño a tinta y borro el lápiz. Me gustan los panoramas, que se sienta la sensación del lugar. Como dibujar desde el centro de una plaza o desde un edificio alto. Soy incapaz de dibujar una cara, pero necesito poner personas para darles escala a los dibujos; son como fantasmas, pero también son una firma. Con el dibujo pasa como con la caligrafía: cada persona tiene su letra. Empecé a dibujar en cuadernos de media carta, luego me pasé a cuadernos tamaño carta, después a tamaño oficio hasta que dejé los cuadernos y seguí con papeles sueltos, con buen papel. Un día me pregunté: ¿si mis dibujos son importantes, por qué no tener un buen papel? Compro un papel resistente, como cartulina, y así cada dibujo tiene su hojita. Dibujar ya es algo natural, no solo cuando viaja sino al pensar en un nuevo proyecto o en sus investigaciones de vivienda. Es imposible no pensar en esos dibujos cuando estoy proyectando. Considero que la sala de conciertos de la biblioteca Luis Ángel Arango, que cumplió 50 años, es el proyecto más importante de la firma Esguerra, Sáenz y Samper. Me emociono cuando entro a la sala; esos palitos de madera del techo… Yo acababa de llegar de un viaje alrededor del mundo, por tres meses, y había pasado por Japón. Me llamó profundamente la atención cómo los japoneses manejan la madera, son unos artistas. Las casas más sencillas y los palacios más suntuosos tienen un juego especial con la madera. Coincide un poco con los entramados de las cubiertas de las iglesias colombianas. Con esa obsesión llegué del viaje y surgió la idea de colgar un cielo raso de madera en la sala de conciertos. Pienso que la arquitectura y la música tienen en común el uso del tiempo, del tiempo que transcurre: la música ocupa el tiempo con movimientos y la arquitectura necesita recorrido para ser entendida. No se puede entender una obra de Andrea Palladio, por ejemplo, desde una foto; la arquitectura es para verla en el contexto y sentirla por dentro: hay que ponerse la arquitectura. Como entrar a una iglesia europea, como Notre Dame en París, y ver un gran espacio con unas columnas que parten del suelo y que llegan hasta el techo, con los vitrales en lo alto, y esa visión está acompañada por música que usa el mismo tiempo que la iglesia, como un tedeum. Ese es el tiempo al que me refiero en arquitectura. Una noche en la sala de conciertos de la Luis Ángel Arango es algo así; están Beethoven, un cuarteto interpretándolo y el espacio de Esguerra, Sáenz y Samper para que se produzca esa música con la intensidad que se necesita: la arquitectura y la música unidas. A la sala se entra por un lado, como en caracol, los palos anuncian algo y de repente se encuentra el espectador con esa gran cubierta colgante. La luz se apaga suavemente cuando hacen el último llamado. Se prenden los reflectores del escenario y salen los miembros del cuarteto con sus grandes instrumentos. La gente se pone de pie y los saluda.

¿Qué pasó con la música después del grupo de jazz? René, que era el director, se fue y como no éramos profesionales, hasta ahí llegó. La mitad eran médicos y la otra arquitectos. Y hoy, ¿cómo es un día de Germán Samper? Soy un poco adicto al trabajo, me gusta mucho. Entre semana estoy respondiendo dudas por teléfono y firmando cheques… el trajín de una empresa. Tengo una socia, mi hija Ximena, que es hiperactiva y desde las tres de la mañana está conectada a su computador. Ella tiene varios proyectos porque es profesora en la universidad de los Andes y dirigió una maestría en la universidad de La Salle; además hizo una maestría en Boston y se conectó con unos venezolanos con los que ha sacado varios libros. Se mueve mucho y la vemos a ratos, así que me toca encargarme de la parte administrativa de la oficina, algo que no había hecho antes. No es mucho, pero toca firmar cheques y revisar. Este tiempo que estamos usando para hablar es excepcional. Es un lujo. Cuando tengo una tarea, como montar una conferencia, aprovecho los fines de semana. Además, tengo una finca por la sabana de Bogotá, sin televisión ni teléfono, donde el tiempo transcurre en silencio. Aprovecho los fines de semana para ir. Ya no puedo manejar porque estoy perdiendo la vista y me tienen que operar. Una ironía: un arquitecto que no ve bien. Como un músico sordo. ¿Por qué volvieron de Europa? Hubiera podido quedarme. Me vine tres veces, pero cada vez que le decía a Le Corbusier que me iba me convencía diciendo que me faltaba tomar más experiencia, que nos iba a caer un trabajo importante. A la tercera vez ya tenía el pasaje comprado y volví a Colombia con mi esposa y nuestro hijo mayor, que también es arquitecto. ¿Tres hijos arquitectos? Dos que estudiaron arquitectura y Catalina, que empezó a estudiar y no terminó, pero que es una apasionada de Le Corbusier. En su casa es latente el gusto por el arquitecto y hasta el gato se llama como él.

¿De dónde surgió ese interés por investigar sobre la vivienda, por ayudar a quienes tienen menos recursos a tener una casa propia? Por un sentido de servicio social, de solidaridad. Quedan muy pocos de los propietarios iniciales de La Fragua, pero tuvimos amistad con ellos. En esta oficina diseñamos Ciudad Bolívar, 7.000 viviendas por autoconstrucción, pero no conocimos a ninguno de los propietarios. En cambio, Yolanda se sabe el nombre de todos los que participaron en La Fragua; incluso, no hace mucho nos invitaron al cumpleaños de uno de ellos. Esas relaciones personales son importantes.

Su casa, que igualmente es su lugar de trabajo, es un oasis de paz y naturaleza en la caótica Bogotá; y una muestra de su investigación sobre vivienda productiva y de desarrollo progresivo.

Foto:

Pablo Salgado

También hicieron otro proyecto de este tipo con Sidauto. Este proyecto, arquitectónicamente, resultó mejor que La Fragua, pues ya teníamos experiencia. Esto fue en 1968. Vino uno de los conductores de Sidauto a rogarle a Yolanda que se involucrara en otro proyecto y él lo sacó adelante. Aquí no intervinimos en la parte administrativa, mientras que en La Fragua sí.

¿Creen que esta es una buena manera para quien quiera tener casa propia: en conjunto y por autoconstrucción? Totalmente. Una prueba de ello es que el último premio Pritzker se lo dieron al chileno Alejandro Aravena que, entre otras cosas, es el promotor de Elemental, un proyecto con esas características. Los gobiernos no tienen la capacidad de darle vivienda a todo el mundo, así que la gente resuelve su problema construyendo su propia vivienda. ¿Y si el gobierno las construyera y las diera en alquiler? No creo que funcione porque a todo el mundo le gusta modificar su casa, y a una vivienda en arriendo no se le puede cambiar ni un bombillo. Mejor casa propia con sus ideas y según sus necesidades. La casa en la que vivo es de desarrollo progresivo y ahora es productiva, que es otra de las características que deben tener las viviendas populares, que puedan tener trabajo dentro de la vivienda, que las casas no sean solo para vivir. La vivienda popular debe producir también con qué comer. La Fragua se transformó por esa razón. Con Yolanda no nos habíamos dado cuenta de que las viviendas podían crecer. Hace unos años, la entonces gobernadora de Cundinamarca tenía un vecino ingeniero y le comentó, desesperada, que no le había resultado un concurso para construir una universidad en Girardot. Le pidió que le recomendara un constructor, así que él le recomendó una firma constructora muy seria y a un arquitecto, que era yo. La gobernadora no quería saber de arquitectos porque para ella eran los que traían los problemas. De todas maneras, el ingeniero vecino me llamó y me pidió que me comunicara con la constructora para empezar a desarrollar el proyecto de la universidad. Inmediatamente fui a la oficina de la constructora, y junto con el dueño de la empresa hicimos un plan y un cronograma para el proyecto. Al terminar la reunión, el ingeniero de la constructora me reclamó porque no lo había reconocido. Con toda la vergüenza le pregunté por qué debía reconocerlo, y resulta que era el hijo del maestro de obra que había trabajado con nosotros mucho tiempo y fue el encargado de La Fragua. Como él hay muchos. La vivienda propia tiene eso: transforma.

ANA MARÍA ÁLVAREZ PARA EL TIEMPO

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